Nuestro Viaje TIDUR

A veces lo único que uno necesita es una experiencia que te cuestione tus creencias y tu forma de ver y vivir el mundo. Para mi esto fue mi viaje a TIDUR.

TIDUR (pronunciado tee-door) significa “descansar” y “soñar” en indonesio. Y eso fue lo que hicimos. Nos fuimos al otro lado del mundo a buscar descanso. Pero no solo el descanso del cuerpo, sino ese descanso más profundo: el del alma. Ese que no se encuentra solo en una cama cómoda, sino en un ritmo más suave, en una mirada más presente, en un espacio donde la vida se habita de otra manera.

Singapur, Bali y Camboya. Tres lugares, tres formas distintas de entender qué es realmente el bienestar.

Llegar a Singapur es entrar en una coreografía perfecta de orden, eficiencia y armonía. Es como si el futuro hubiera aprendido a convivir con la selva. Caminás por Gardens by the Bay y de repente no sabés si estás en una película de ciencia ficción o en una utopía tropical. Todo funciona. Todo fluye. Y en medio de la ciudad, brota la naturaleza.

Singapur es una isla, una ciudad-estado diminuta, ubicada al sur de la península de Malasia. Pero su tamaño no le impide ser una de las economías más avanzadas del mundo, con una historia fascinante ya que paso de ser una isla de pescadores a ser una potencia económica. Lo impresionante no es solo su arquitectura futurista o sus calles impecables, sino cómo ha logrado integrar culturas, religiones e idiomas en un mismo territorio. Chinos, malayos, indios y una gran comunidad internacional conviven en un sistema que honra la diversidad sin perder cohesión.

Y eso se siente. Se escucha. Se huele. Cada barrio es una nueva lengua, una nueva cocina, una nueva manera de entender el mundo. Y ahí, en medio de tanta mezcla, uno también se mezcla. Uno se abre. Uno se da cuenta de que el desarrollo es aprender a convivir en diversidad, es sentirse seguro en su propia ciudad, es sentir calma. Que la modernidad también puede ser sensible, ecológica, silenciosa. Que el bienestar también viene de un sistema organizado, del acceso a la educación, a la salud, a parques donde respirar. 

Después de Singapur, vino Bali.

Una isla que parece estar siempre rezando. Que no corre, que no exige, que simplemente es. En Bali entendí que la espiritualidad no es un evento extraordinario, sino un hilo que atraviesa cada gesto cotidiano. Todo se ritualiza.Las ofrendas en la calle, los inciensos en las casas, las flores sobre los altares improvisados en cualquier rincón. Es como si la vida se viviera en cámara lenta, pero con más intención.

En Ubud, rodeada de arrozales y templos, me sentí sostenida por una energía suave, casi materna. En Candidasa, con sus amaneceres frente al mar, entendí lo que es despertar sin prisa. La importancia de los momentos de pausa para poder integrar todo lo vivido hasta el momento. Bali te invita a sentarte contigo misma. A escucharte. A honrar tu ciclo interno. A estar en presencia.

Y eso también es bienestar: no hacer más, sino sentir más. No producir, sino agradecer. No llenar agendas, sino vaciar la mente para que algo más profundo pueda emerger.

Después de recargarme profundamente, volamos a Siem Reap Camboya, para visitar Angkor Wat, el templo hinduista más grande del mundo.

Está en medio de la selva camboyana, y cuando te paras frente a sus muros de piedra, lo primero que sientes es que estás en presencia de algo mucho más grande que tu. No solo por su tamaño, sino por su historia. Un imperio perdido. Una civilización que construyó templos alineados con los astros y que dejó grabado en piedra su arte, su fe, su cosmovisión. Caminar por Angkor es caminar sobre siglos de sabiduría, de esplendor, de caída y renacimiento.

Camboya ha vivido guerras, dictaduras, genocidios. Y sin embargo, ahí está. Sonriendo. Con una dulzura que desarma. Con una calidez que no se explica. Su gente no olvida, pero no se ha quedado en el rencor. Y eso, para mí, es la resiliencia en su forma más pura.

Viajar a Camboya fue cerrar el viaje con un susurro de lo ancestral. Un recordatorio de que no somos tan distintos a quienes vivieron hace mil años. Que en todos los tiempos ha habido búsqueda, dolor, belleza. Que conectarnos con nuestras raíces también es una forma de sanar.

Después de este viaje, pude sentir que:
Que vivir una vida en consciencia no se ve igual en todos lados.
Puede ser un sistema ordenado, limpio, funcional.
Puede ser una práctica diaria de presencia, silencio y gratitud.
Puede ser conectar con una fuerza superior y con la capacidad de perdón y fuerza dentro dentro de nosotros.

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¿Qué es realmente la energía femenina? Y ¿porqué Bali es el lugar para conectar con ella?